Me gusta escribir! me gusta juntar letras que expresen lo que siento y describan los lugares que visito. Me gusta ofrecer el papel en blanco a las personas que encuentro en el camino, que ellos escriban unas lineas, sus teléfonos, sus direcciones a donde después enviar postales.
Después los guardo para mi, nadie los lee, a nadie le dejó hacerlo. Son privados. Me gusta preparar cada uno de ellos al salir de ruta, llegar a casa para dejarlo olvidado en cualquier cajón. Y un día, años después, encontrarlo, sentarme en el suelo, abrir por una pagina indistinta y volver a realizar el camino.
Al viajar en solitario el cerebro busca otras vías de escape, de socializar. En muchas ocasiones al recorrer países donde la limitación lingüística se resume a 20 palabras, no existe la posibilidad de conversar, de dar salida a los pensamientos. Entonces es cuando los sueños cobran mayor viveza, llegan a rozar la realidad y se producen de tal forma que al despertar se confunden los momentos soñados con los vividos.
El naufrago se construye un muñeco con quien hablar, el cicloturista habla con la bicicleta. Para prevenir estas situaciones de comienzo de locura no encuentro mejor manera que plasmarlas en un papel. Como he dicho antes, me encanta reencontrar uno de los diarios, hojearlo y de nuevo recordar a alguien que te ayudo en una u otra ciudad, a quien te dio alojo o te indico una dirección.
El viaje comienza cuando decidimos el destino, buscamos mapas e información de la ruta. Después se vive, se realiza.
Que el diario de viaje se convierta un compañero, consigue que el viaje no termine en el destino sino que perdure en el tiempo.